Para quebrar las amarras que la atan al siglo XIX, la Nación Argentina necesita separar la Iglesia del Estado.  La meta última debería ser la modificación del artículo 2do de la Constitución Nacional.  Pero el objetivo cercano es ahora reformar la Ley de Matrimonio Civil para que puedan usarla todas las parejas, y no solamente las de sexos opuestos. Esta innovación ayudará a separar Iglesia y Estado y mostrará  que una raíz profunda de la discriminació n contra los y las homosexuales es religiosa.

La unión que las parejas del mismo sexo exigen del Estado es civil, no sagrada.  En los orígenes de la Nación la Iglesia Católica peleó primero a favor de España, y luego a favor de la preservación de su control sobre la población y los recursos económicos que la población y el Estado le aseguraban.  Era difícil separar los vínculos civiles de las ceremonias sacras, y la Iglesia abusaba  de su poder negando casamiento y sepultura a los “herejes”, su nombre favorito para designar a los no católicos. La Constitución de 1853 acotó esos abusos garantizando a los extranjeros el derecho de casarse, y Vélez Sarsfield los incluyó en su Código con tal que tuviesen alguna religión.
Este primer paso, después de una generación y otra guerra civil, fue seguido por la creación del  Registro Civil en 1888, que privó a la Iglesia de parte de sus ingresos por casamientos, bautizos y funerales, y por la reforma del Código que hizo pasar el matrimonio a ser independiente de la religión o falta de religión de los contrayentes. Así se recuperó para el Estado el poder de unir personas.
La Iglesia siguió confundiendo el matrimonio civil con el sacro, afirmando que el matrimonio se originaba en Dios, cuando su genealogía se remontaba apenas a Constantino, el emperador que quiso salvar a Roma haciendo del cristianismo la religión oficial. Fracasó y dio paso al oscurantismo de la Edad Media, donde la iglesia fundió en un rito único el matrimonio de los patricios y el casamiento de la plebe, amenazando con el infierno a los que no la obedecieran. El casamiento como simple acto de cohabitación de personas sin patrimonio no requería matrimonio porque carecía de herencia, y sin patrimonio no hay matrimonio. Pero en los siglos XX y XXI hay un porcentaje de la humanidad con bienes que legar mucho mayor que en cualquier otra época histórica;  y la cambiante institución del matrimonio, que iba absorbiendo los cambios de la sociedad y la cultura casando lo impensable antes del siglo XIX; como era unir judíos con católicos, blancos con indios, criollos con turcos, se enfrenta al cambio hoy de no unir sexos, sino personas.

 

De los casamientos surgen familias, y sin duda la familia resultante de un casamiento puede incluir progenie. Pero acotar el concepto de familia y por tanto los deberes familiares resultantes a que exista progenie dio lugar a enormes arbitrariedades y fue parte de la sujeción de la mujer. El marido podía repudiar a la mujer que no le daba hijos, como lo hizo Enrique VIII con Catalina de Aragón, y si la Iglesia de Roma no accedía al divorcio lo hacía la de Inglaterra, y no hubo división de bienes porque eran reyes y tenían mucho los dos. Para las mujeres pobres, el casamiento tutelado por el Estado fue un beneficio. Así los maridos ya no pudieron repudiarlas por ser estériles, por no darles hijos varones, por no ser sumisas; y cuando el Estado tuteló no sólo la unión sino también el divorcio separador de personas y bienes, cosa que había intentado en 1954 y que había sido revocada por la devota Revolución Libertadora, y que requirió una generación más para lograrse en 1987, quedó absolutamente en claro que, a pesar del nombre, la Ley de Matrimonio argentina se refiere a una institución laica, no a un sacramento.
En esta larga evolución el matrimonio ha ido superando diferencias, incorporando modificaciones y prescindiendo de prohibiciones hasta llegar a ser esta entidad múltiple que es hoy, entre cuyas funciones (no la única ni la definitoria) puede estar la procreación.  La familia creada por un matrimonio heterosexual puede descubrir que es incapaz de tener hijos y no por ello deja de ser socialmente útil: en última instancia, pueden recurrir a la adopción o a la fertilización asistida. Esto también ocurre con las parejas del mismo sexo, que  hoy reclaman que el Estado les otorgue la misma confianza y protección que a las parejas de distinto sexo, y que sus hijos e hijas tengan igualdad de derechos con los hijos e hijas de parejas heterosexuales.
Las minorías sexuales deseamos el matrimonio porque enaltece a quien entabla tal unión y refuerza las bases de la familia y de la sociedad. Acudir a los pactos internacionales para sostener que “familia” es sólo unión de mujer y varón es olvidar el art. 77 inciso 22 de nuestra Carta Magna, que establece que dichos pactos “no  derogan artículo alguno de la primera parte de esta Constitución y deben entenderse complementarios de los derechos y garantías por ella reconocidos “, y el artículo 16 establece de una vez y para siempre: ”todos los ciudadanos son iguales ante la ley”.

Esta igualdad es una garantía proveniente de un derecho moral de origen laico. Es inviolable. Ninguna interpretació n de los pactos internacionales puede vulnerarlo. Libertad e igualdad son principios morales laicos fundantes, que no necesariamente se incluyen en la moral cristiana, donde para los varones existen siete sacramentos en tanto que las mujeres cuentan con solamente seis, y donde la obligación de obediencia mengua la libertad y perpetúa el origen monárquico de la Iglesia. Una monarquía no sabe respetar la diferencia, y es por eso que el hoy Benedicto XVI, en las “Consideraciones sobre las Legislaciones de Unión de Personas Homosexuales” del año 2003, cuando era todavía Cardenal Ratzinguer, incita a los políticos católicos a insubordinarse contra las autoridades civiles y los principios democráticos, al filo del delito de sedición.
Hay un principio biológico que no admite excepciones: no hay un individuo igual a otro. Se cumple en todas las especies, incluso en los seres humanos. Pero estas diferencias pueden ser usadas malintencionadament e como legitimación de superioridad: los blancos afirmaron que su color les daba derecho a sojuzgar a los negros; los jerarcas del catolicismo que su religión les daba derecho a matar herejes o entregarlos a las llamas, y una mayoría de varones siguen creyendo hasta hoy que su condición viril les da superioridad sobre las mujeres. La naturaleza no discrimina, el ser humano sí. Muchos son heterosexuales, una minoría homosexuales, un grupo aún más pequeño bisexuales; pero estas diferencias no autorizan a violar el principio moral de la igualdad ante la ley. No hablamos de la igualdad entre individuos, porque es ley natural que en el pasado, el presente y el futuro haya personas homosexuales distintas entre sí y distintas de los heterosexuales; pero  estas minorías sólo pueden enamorarse de personas del mismo sexo, y por ende solamente pueden formar familia con parejas del mismo sexo. Nadie elige su condición sexual, pero hoy la ley permite a los heterosexuales vivir su sexualidad plenamente y veda a los homosexuales hacer lo mismo. La ley debe entonces ser modificada, porque es laica y no puede estar por encima de la Constitución, y porque no es una ley “natural”.

La única ley natural que subsiste en el siglo XXI no es la formulada por San Agustín, que llamó “ley natural” a una mezcla de Aristóteles, los estoicos y Cicerón.  Su “derecho natural” ya no existe en el derecho civil. La única ley natural que debemos reconocer es la evolución de las especies, y los obispos niegan hoy a Darwin como ayer negaron a Galileo. Esta nueva “ley biológica” es muchísimo más compleja de lo que jamás soñó Tomás de Aquino, que nada sabía de
óvulos y espermatozoides, descubiertos  en el siglo XIX, ni de las complejidades de la gestación y de la sexualidad humana. Todavía menos sabía de la orientación sexual, establecida en la gestación y por tanto innata o influida en gran medida por el ambiente uterino durante el desarrollo prenatal. La heterosexualidad, la bisexualidad y la homosexualidad son variantes naturales de la sexualidad humana, distribuidas en diferentes proporciones entre la población.
El feudalismo y el oscurantismo todavía combaten a la libertad y la igualdad en las provincias más antiguas del país. Allí es donde se encuentra más resistencia a abrir la ley del matrimonio a todas las personas. Lograr que el Senado, representante de las provincias y no de la población, apruebe esta ley significará que esas provincias se han sacudido sus cadenas feudales y que la escuela sarmientina ha logrado disipar la oscuridad de las mentes. Hoy el retrato de Sarmiento ha sido retirado de la oficina del Ministro de Educación del Gobierno de la Ciudad de Buenos Aires, porque disgustó al cardenal primado; la derrota de la modificación de la Ley de Matrimonio será equivalente a la derrota de la escuela y el conocimiento racional.

En cuanto a que es necesario privar a los homosexuales del derecho de adopción en defensa de niños, niñas y adolescentes, es una objeción irracional que oculta desprecio y resquemor contra ellos, tanto como la sátira y la burla ocultan desprecio machista. Son batallas culturales que requieren otros campos para ser libradas. Ésta es una batalla política, que puede ayudar a liberar al Norte y el Nordeste de
sus ataduras feudales, y a la ciudadanía de sus ataduras religiosas.
El resultado de esta pelea lo sabremos el 14 de julio. Si el Senado devuelve a Diputados la ley modificada para hacer distinciones entre heterosexuales y homosexuales, la Argentina retrocederá a donde estaba Estados Unidos antes del busing de Kennedy o Sudáfrica antes de Soweto; y nuestro pueblo aprenderá que los políticos hacen que la Constitución se arrodille ante los religiosos, los violentos y los poderosos. Parte del camino andado desde que cayó la dictadura se
desandará, y se despertarán algunos monstruos hoy dormidos.

De otro modo, con la aprobación de la ley tal como llegó de diputados, los senadores darán un paso más en el perfeccionamiento del sueño de igualdad que tuvieron los padres de la Patria. No importa que no hayan pensado en los y las homosexuales; tampoco pensaron en las mujeres. Su época y el estigma los cegaba. Pero el siglo XXI se extiende ante quienes no discriminan, y confiamos en que el Senado guíe a nuestra Nación hacia el futuro.

 

Rafael Freda
Presidente de Federación CREFOR www.crefor.org.ar
Presidente de SIGLA www.sigla.org.ar
DIrector de INSUCAP www.insucap.org.ar